miércoles, 30 de abril de 2008

Cinco metros y cuenta nueva (por Eleanor Gisby)

Terrible caída. Todavía de espaldas, Clara pensó que no sería la última y definitivamente no la primera. Se sentó en el pasto y ató los cordones de aquellas zapatillas que ya no la mantenían sobre la tierra.

Le contaron que en la sala de partos, donde se pintó de rosa su desafortunada suerte, salió disparada cual bala de cañón provocando un par de despidos entre médicos y enfermeras. Terrible escándalo logró armar su padre en la comisión del renombrado sanatorio, desde chiquito se había hecho conocido por su fiero carácter. Pero éste no sabía realmente, que todos aquellos que habían sido señalados como culpables, no lo eran. En primer plano apareció entonces, Clara.
Esa beba risueña fue famosa desde que se contaminó con la luz del mundo, su nacimiento aparece hasta el día de hoy en ese libro exageradamente gordo, completo de extrañas historias, personajes y records inigualables: “primer nato capaz de saltar 5 metros”. ¡Vaya orgullo el de la abuela!
Pobre Clara, ese día marcó su vida para siempre, convirtiendo cada acción en literales disparadores de su propio cuerpo. Y claro, aprendió a saltar antes que a caminar, salía volando cual pájaro en cada oportunidad, se despegaba del suelo como queriendo escapar a algún lugar lejano.
Su infancia pasó poco inadvertida, atada a los árboles del patiecito de atrás con largas y a veces cortas sogas que la mantenían con los pies en la tierra, pero nunca faltaba momento para jugar a superman y atravesar volando la venta del segundo piso de flores, para llegar en un santiamén al baño más cercano.
Y es que era casi imposible manejar su cuerpo, era un trampolín viviente. En las piletas del barrio era solamente invitada para que hiciera su show de caídas libres que con suerte terminaban dentro del agua. No tenía muchas amigas, nadie quería andar con alguien como ella, alguien que a lo largo de cinco cuadras tropezaba unas tantas veces y se perdía allá adelante sin
rumbo.
Pobre Clara, siempre infeliz, siempre saltando, tan quietecita que se quería quedar pero le resultaba imposible.
A los quince su problema logró ser atenuado de alguna manera. Sus padres en vez de hacerle la bendita fiesta con bombos y platillos, y ya cansados de poner redes en cada rincón del lote, optaron por mandarle a hacer unas megas zapatillas de plomo que la mantenían sujeta al suelo, como si la gravedad ya no fuera suficiente.
Se cambió de colegio, de barrio, de no amigos y empezó de nuevo. ¡Buena onda esas zapatillas! Podía caminar, bailar, tener novios, olvidarse de los moretones y los yesos, podía tirar las sogas y usar las escaleras, podía ser normal, completamente normal, aunque ese no fuera su destino.

Se levantó ya de a poco, respiró profundo y se perdió entre los colores de la enorme carpa, allí donde era entendida, donde tenía importancia e invitaba al asombro, allí donde eligió ser bala e ir volando a través del mundo.

Collage de un balcón




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Papel Asesino