Odio el invierno, odio que haga tanto frío que la gente ni siquiera pase por mi pasillo...
Las pelusas se acomodan entre los estantes de arriba y la latita de sopa Quick me mira con arrogancia (ella sabe que la van a llevar antes que a mi). Una señora gorda me mira y sigue de largo; un nene me agarra y me toca, pero me vuelve a dejar... ¿Estaré vencido?¿Habré pasado de moda?¿Seré demasiado feo?¿No valgo lo que dice el código de barras que tengo pegado en la espalda?.
Hace ya unas semanas que estoy acá y creo que me gusta la botellita rosa de la góndola de enfrente, podría invitarla a dar unas vueltas en changuito o a la fiesta que hace días planean los del sector de perfumería. Tengo miedo de que me rechace, al fin y al cabo, ella es un lácteo y yo no. Es difícil la vida en el supermercado: trabajamos casi quince horas diarias, siempre mostrando nuestro mejor perfil, no podemos sentarnos ni fumar un cigarrillo, tampoco podemos abrigarnos aunque la heladera esté a 10º bajo cero; nos llevan, nos dejan, nos traen, nos tiran. A los que tienen más suerte los adopta una familia, pero los que nos quedamos acá sabemos que mañana va a ser igual.
Cuando las puertas se cierran, ya caída la noche, todo en las góndolas se transforma. Los primeros que se mueven son los del sector de limpieza; la escoba barre los pasillos, el trapo saca a bailar a la esponja, la aspiradora se encarga de la percusión. Después nos vamos sumando de a poco, los fiambres, las golosinas, los vinos y por último, los artículos de farmacia (se creen que por ser medicamentos tienen que conservar la seriedad, pero siempre termina algún ibupirac bailando arriba de la caja registradora).
Ayer a la noche fue la fiesta de los de perfumería. En la entrada uno elegía que perfume quería ponerse entonces todos olimos bien, yo pedí uno de vainilla porque supuse que a ella le iba a gustar. Bailé todas y cada una de las canciones hasta que la pajita que me cuelga de la panza me pidió que me tomase un descanso. Me senté en el estante de los yogures bebibles y sin darme cuenta ella se sentó a mi lado. Me preguntó cómo la estaba pasando y si me gustaba estar ahí, como yo había tomado mucho vino durante la noche, le conté todos mis temores. Tenía miedo de que nadie me quiera y terminar tirado en uno de esos tachos grandes dónde van a parar los que hace meses que llegaron. Ella me dijo que si quería podíamos escapar así no corría riesgo de sufrir. Me enojé. Le dije que no necesitaba que nadie me ayude, que yo tenía un lindo color naranja y que alguien me iba a querer. Ella se puso más rosa de lo que normalmente es y se fue a esconder detrás de los otros yogures. Pasaron los días y ella no salía de atrás.
Hasta que una noche escuché decir a la persona encargada de la basura que al otro día tenían que ocuparse de los yogures vencidos. El miedo me invadió esa noche, sentía como la pulpa me revolvía el estómago, tenía que hacer algo.
Durante la mañana me acerqué a su estante y la busqué entre las botellitas, tardé bastante en encontrarla. Su etiqueta estaba a medio salir y su pico lleno de polvo. Le pedí que se escapara conmigo, que lo había pensado mejor. Y ella me respondió que también había escuchado hablar al señor de la basura y que no se iba a escapar. Me dijo "si no quisiste escaparte conmigo cuando pudimos vivir, no te escapes conmigo porque puedo morir".
En ese mismo instante una mano se la llevó y no la vi más.
Las pelusas se acomodan entre los estantes de arriba y la latita de sopa Quick me mira con arrogancia (ella sabe que la van a llevar antes que a mi). Una señora gorda me mira y sigue de largo; un nene me agarra y me toca, pero me vuelve a dejar... ¿Estaré vencido?¿Habré pasado de moda?¿Seré demasiado feo?¿No valgo lo que dice el código de barras que tengo pegado en la espalda?.
Hace ya unas semanas que estoy acá y creo que me gusta la botellita rosa de la góndola de enfrente, podría invitarla a dar unas vueltas en changuito o a la fiesta que hace días planean los del sector de perfumería. Tengo miedo de que me rechace, al fin y al cabo, ella es un lácteo y yo no. Es difícil la vida en el supermercado: trabajamos casi quince horas diarias, siempre mostrando nuestro mejor perfil, no podemos sentarnos ni fumar un cigarrillo, tampoco podemos abrigarnos aunque la heladera esté a 10º bajo cero; nos llevan, nos dejan, nos traen, nos tiran. A los que tienen más suerte los adopta una familia, pero los que nos quedamos acá sabemos que mañana va a ser igual.
Cuando las puertas se cierran, ya caída la noche, todo en las góndolas se transforma. Los primeros que se mueven son los del sector de limpieza; la escoba barre los pasillos, el trapo saca a bailar a la esponja, la aspiradora se encarga de la percusión. Después nos vamos sumando de a poco, los fiambres, las golosinas, los vinos y por último, los artículos de farmacia (se creen que por ser medicamentos tienen que conservar la seriedad, pero siempre termina algún ibupirac bailando arriba de la caja registradora).
Ayer a la noche fue la fiesta de los de perfumería. En la entrada uno elegía que perfume quería ponerse entonces todos olimos bien, yo pedí uno de vainilla porque supuse que a ella le iba a gustar. Bailé todas y cada una de las canciones hasta que la pajita que me cuelga de la panza me pidió que me tomase un descanso. Me senté en el estante de los yogures bebibles y sin darme cuenta ella se sentó a mi lado. Me preguntó cómo la estaba pasando y si me gustaba estar ahí, como yo había tomado mucho vino durante la noche, le conté todos mis temores. Tenía miedo de que nadie me quiera y terminar tirado en uno de esos tachos grandes dónde van a parar los que hace meses que llegaron. Ella me dijo que si quería podíamos escapar así no corría riesgo de sufrir. Me enojé. Le dije que no necesitaba que nadie me ayude, que yo tenía un lindo color naranja y que alguien me iba a querer. Ella se puso más rosa de lo que normalmente es y se fue a esconder detrás de los otros yogures. Pasaron los días y ella no salía de atrás.
Hasta que una noche escuché decir a la persona encargada de la basura que al otro día tenían que ocuparse de los yogures vencidos. El miedo me invadió esa noche, sentía como la pulpa me revolvía el estómago, tenía que hacer algo.
Durante la mañana me acerqué a su estante y la busqué entre las botellitas, tardé bastante en encontrarla. Su etiqueta estaba a medio salir y su pico lleno de polvo. Le pedí que se escapara conmigo, que lo había pensado mejor. Y ella me respondió que también había escuchado hablar al señor de la basura y que no se iba a escapar. Me dijo "si no quisiste escaparte conmigo cuando pudimos vivir, no te escapes conmigo porque puedo morir".
En ese mismo instante una mano se la llevó y no la vi más.
1 comentario:
Tan bonito que me muero...
Eleanor
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